¿De quién es lo que se publica en acceso abierto?
Lorena Pilloni
Como posible respuesta a la pregunta que encabeza este texto, podríamos afirmar que es obvio que lo publicado en acceso abierto es del autor, si nos basamos en lo que dice la declaración fundacional del movimiento del acceso abierto (la Declaración de Budapest). Pero también podríamos decir que las publicaciones en acceso abierto que son producto del financiamiento público en cierto sentido nos pertenecen a todos en tanto su acceso es libre, podemos distribuirlas y en muchos casos también transformarlas, derivar de ellas otras obras o incluso comercializarlas gracias a las licencias creative commons. ¿Hay contradicción entre ambas afirmaciones? ¿Los autores pueden decidir libremente sobre los productos de su trabajo puestos en acceso abierto?, ¿o son sus instituciones de adscripción las que disponen?, ¿o las empresas editoriales?, ¿o los lectores? No se trata sólo de quién detenta formalmente los derechos de autor, morales y patrimoniales, sino de qué relación existe entre el productor, sus condiciones de producción y su producto, así como de quién, en la práctica, puede acceder, utilizar, transformar, comercializar, beneficiarse y disponer de las publicaciones científicas en acceso abierto, y quién no o quién tiene restricciones al respecto.
El movimiento de acceso abierto —y también el de ciencia abierta— confía en que poner en acceso abierto el conocimiento con ayuda de instrumentos como las licencias creative commons contribuye a democratizar el saber y beneficia a la sociedad, incluyendo a los propios autores, quienes pueden ver potenciada la posibilidad de que sus obras sean difundidas, leídas, citadas y utilizadas dentro y fuera de la academia. Con esta visión optimista que no deja de tener sus buenas razones, no obstante, sólo parece priorizarse a toda costa la circulación de las cosas —las publicaciones, los datos, la información— pero se oscurecen las relaciones en que son producidas y utilizadas esas cosas. Es hacia esto último que quisiéramos llamar la atención aquí, pues mientras no se aborden dichas relaciones quedan ocultos los mecanismos de control, de apropiación privada de los productos del trabajo académico y de mantenimiento de las desigualdades económicas y sociales que pueden continuar reproduciéndose incluso a través de la adopción más radical de los principios del acceso abierto y la ciencia abierta.
Sólo parece priorizarse a toda costa la circulación de las cosas —las publicaciones, los datos, la información— pero se oscurecen las relaciones en que son producidas y utilizadas esas cosas.
Así, no basta con referirnos al texto de las leyes de derechos de autor, pues incluso éstas son producto del frágil equilibrio de relaciones sociales más amplias. Se requiere además una aproximación socio-histórica (e incluso económica) de la cual aquí proponemos apenas un esbozo fragmentario. Advertimos al lector que el presente texto no proporciona una respuesta acotada y definitiva a la pregunta del título, pero sí procura aportar elementos para seguir el debate y así contribuir a la discusión crítica de las implicaciones del acceso abierto más allá del entusiasmo con el que lo hemos adoptado en América Latina.
Con este propósito, el texto se estructura en seis partes incluida esta introducción, las cuales aparecerán en dos entregas. En la primera parte nos referimos a la recepción del acceso abierto en América Latina, la cual en fechas recientes oscila entre la euforia por su adopción y el malestar al notar que con todo y el benévolo acceso abierto se viven nuevas formas de apropiación privada de los recursos públicos y, añadimos, una falta de problematización acerca del trabajo académico en este contexto. En la segunda parte ofrecemos un breve recuento socio-histórico de los derechos de autor y mostramos cómo desde su origen el marco normativo es el resultado de la permanente tensión entre la protección a los creadores y productores, por un lado, y la búsqueda de ampliación del acceso social a los productos de la creatividad humana. En la tercera parte introducimos en ese examen, aunque de manera limitada, la situación de las revistas académicas. En la cuarta parte, correspondiente ya a la segunda entrega,abordamos algunas de las características del movimiento de acceso abierto en relación con la propiedad intelectual como se ha manejado en los documentos más importantes de dicho movimiento, y mencionamos algunas de sus implicaciones sociales y económicas, incluidas las relacionadas con la situación del trabajo académico. Finalizamos con una reflexión acerca de las contradicciones que atraviesan en la práctica a la propiedad intelectual en el acceso abierto como se lleva a cabo en América Latina hoy; contradicciones frente a las cuales instituciones, editores e investigadores tenemos responsabilidad.
Euforia y malestar
En América Latina hemos adoptado con euforia el acceso abierto y ahora también la ciencia abierta. Seguros y orgullosos de nuestra tradición, de ser precursores, dados nuestro contexto y circunstancia históricos, nos hemos subido a la ola del movimiento de acceso abierto que viene del norte. En general aceptamos sin chistar sus argumentos: el determinismo tecnológico; el presupuesto de que la ciencia se ha encontrado mayormente cerrada y debe abrirse, que el acceso abierto y la ciencia abierta se construyen desde lo colaborativo, que es indispensable democratizar la ciencia y liberar el conocimiento (Mirowski, 2018: 173-178). Todo ello incluye, desde luego, la adopción de licencias creative commons que ofrecen la posibilidad de colocar mayores o menores restricciones en los permisos que los usuarios pueden tener respecto a los contenidos. No obstante que podemos decidir entre la licencia más abierta o la más restrictiva que no permite usos comerciales ni obras derivadas, varios sectores del movimiento de acceso abierto promueven explícitamente desde sus orígenes la licencia más abierta (CC BY) 1 y parece que hemos asumido que poco a poco tenderá a generalizarse dicha licencia al ir avanzando la persuasión entre la comunidad académica sobre los beneficios que acarrea, para la ciencia y la sociedad, derribar absolutamente todas las barreras de acceso al conocimiento.
Pero al mismo tiempo llaman la atención dos fenómenos: a) se manifiestan ciertas contradicciones en nuestro uso de las licencias creative commons, pues el acceso abierto en nuestros países convive con prácticas y reglas provenientes de lógicas lejanas y anteriores en los derechos de autor, y mientras discutimos si conviene adoptar las licencias más abiertas, seguimos poniendo restricciones en las publicaciones, amparados en nuestras leyes e instituciones de derechos de autor que no contemplan aún, al menos no a cabalidad, la naturaleza tan abierta de las licencias; b) nos cuestionamos poco las implicaciones económicas, políticas y laborales de los principios del acceso abierto provenientes del norte. Adoptamos tales principios, asumimos equivocadamente que son ideológica y políticamente neutros, o incluso pertenecientes a una tradición de izquierda (Golumbia, 2016: 74-75), y que la ciencia es un mundo aparte del resto de lo social. Pero no debemos perder de vista que no hacemos ciencia en el vacío. Producimos conocimiento científico en un contexto social y como parte de ciertas relaciones sociales y económicas vigentes en un momento histórico dado. Hay relaciones económicas, políticas y sociales que atraviesan y condicionan la producción y comunicación científicas, las cuales mantienen los desbalances de poder y de recursos, las desigualdades que se manifiestan y reproducen en el campo científico: entre países, regiones, instituciones, investigadores, publicaciones, editores.
En última instancia, cuando ponemos los contenidos en abierto con el propósito de liberar el conocimiento, ¿estamos seguros de que estamos “democratizándolo”, promoviendo su apropiación social por el mero hecho de ponerlo en línea sin ninguna restricción de uso, más que mantener el reconocimiento de autoría? ¿Tenemos la certeza de que esa liberación del conocimiento presupone de antemano la libertad del creador de esos contenidos? ¿Cuál es la relación entre quienes, con su trabajo, contribuyen a producir publicaciones científicas en acceso abierto y sus productos?, ¿pueden decidir sobre el destino de tales productos?, ¿los recompensamos debidamente por su función social de poner a disposición de todo mundo el conocimiento científico financiado con recursos públicos? ¿Qué pasa si las condiciones de apertura favorecen una posterior apropiación privada y lucrativa por parte de las grandes corporaciones editoriales?; ¿esta apropiación qué tanto beneficia a los autores y a la sociedad? La conciencia creciente sobre este último punto está generando cierto malestar entre algunos sectores partidarios del acceso abierto en nuestra región. Malestar que se ha manifestado, por ejemplo, en la Declaración México, sobre la que volveremos más adelante.
En perspectiva: breve historia de los derechos de autor
Los derechos de autor y el uso de las licencias creative commons no pueden entenderse de forma aislada o desvinculada de las relaciones económicas y sociales en las que surgen, pues son el resultado de ellas. Como ilustra Fernando Miró (2007), la propiedad intelectual en general responde a los grandes cambios sociales y económicos, evoluciona con ellos. Usualmente el problema en torno a los derechos de propiedad intelectual se manifiesta como la tensión entre distintos intereses aparentemente contradictorios: a) el interés de los titulares de derechos (autores, editores o productores) en obtener beneficios de explotación; b) el interés colectivo-social en que se fomente la creación de obras de ingenio; c) el interés colectivo-social en que la sociedad pueda acceder fácilmente al mayor número posible de esas obras. Internet ha agudizado el conflicto entre el acceso máximo y el interés en la promoción de incentivación y creación (Miró, 2007: 108). La manera en que se resuelven estas tensiones en un momento dado a través de la legislación dice mucho de las relaciones sociales de fuerza entre distintos actores y de los intereses que prevalecen en ciertas épocas.
Los derechos de propiedad intelectual, como tales, surgieron hacia el siglo XVIII. Aunque tienen antecedentes más remotos, como advierte Miró, en la Antigüedad no había reconocimiento ni protección jurídica como hoy a tales derechos; sólo pudieron aparecer hasta que socialmente hubo las condiciones económicas, científicas y culturales que demandaban tal institución. Tales condiciones se incubaron en los inicios de la era moderna en la medida en que fue evolucionando la economía de mercado y de la mano de la difusión de grandes adelantos tecnológicos como la imprenta.
Una magnitud del cambio que ésta representó se evidencia con los siguientes datos: “la producción de libros durante los primeros cincuenta años después de su descubrimiento fue, casi con seguridad, mayor que en los mil años precedentes” (Derry y Williams, 2006: 339). Hacia 1450 la impresión de libros apenas estaba en su primera infancia, pero para 1500 había ya registradas casi 40 000 ediciones (Derry y Williams, 2006: 347).
El potencial transformador de la imprenta se debió a dos grandes factores: 1) a la posibilidad técnica, por primera vez, de hacer miles de copias a coste reducido, lo cual representó una nueva realidad económica: la creación intelectual como entidad separada de sus ejemplares posibles, y 2) a la generalización o ampliación del acceso a las obras debido a esa posibilidad de elaborar numerosas copias. En el primer caso, la consecuencia lógica fue el surgimiento de la competencia, incluso en exceso y desleal. Frente a ella, se crearon los privilegios de impresión, es decir, privilegios de introducción industrial en un territorio y por tiempo limitado. No se destinaban directamente a proteger los derechos de autor, sino a favorecer la industria, pero fueron un paso previo.
También llegó a haber a autores, fundamentados en el trabajo de éstos, pero fueron más comunes los de impresores. Aun así, los privilegios a autores hacen pensar en una conciencia más desarrollada de sus derechos de paternidad de la obra. La generalización de privilegios de impresión repercutió luego en la relación entre el autor y el editor para negociar la venta de la obra.
Por otro lado, la generalización o ampliación del acceso a las obras fue vista como un peligro y como una oportunidad por parte de los poderes públicos; por tanto, se usaron los privilegios como forma de control y en conjunto con las licencias reales (permisos a editores para la impresión). Estas normas de control impidieron el florecimiento de la industria editorial en países como España, situación que se revertiría hacia el siglo XVIII.
Ya a fines del siglo XVII vemos el tránsito del privilegio a los derechos de autor: proliferaron los privilegios a autores y surgieron normas relacionadas con la concesión de privilegios al editor con la obtención por éste del permiso del autor. Ni el liberalismo ni el desarrollo económico eran compatibles con mantener la figura del privilegio, pues restringía la competencia.
No por casualidad sería en el siglo XVIII que se daría un salto cualitativo en la legislación de propiedad intelectual y se concretaría la separación entre el sistema de copyright y el de derechos de autor. En Inglaterra, el punto de inflexión fue el Estatuto de la Reina Ana, en 1710, el cual establecía el derecho de copia durante 14 años desde la primera publicación para el autor o para aquél que hubiera obtenido la cesión por parte del autor; tal plazo podía prorrogarse si el autor aún vivía. Se reconocía al autor por ley, no por privilegio, el derecho exclusivo de copia. La idea era “dar preeminecia a los derechos del autor, para rentabilizar su trabajo y promover así la creación artística, pero durante un plazo determinado, pasado el cual rige la libertad para que aumente el negocio y también las posibilidades de acceso de terceros a la obra” (Miró, 2007: 125). Con ello se buscaba más protección a los intereses colectivos, como la promoción de la cultura y la ciencia, que de intereses individuales del autor provenientes del derecho natural, así como, desde luego, generar incentivos económicos para el desarrollo de la industria. Por tanto, la regulación se centró más en la copia que en el autor, y hubo un énfasis en que las restricciones en favor del autor fueran de carácter temporal.
Por otro lado, el sistema de derechos de autor (sistema continental) se desarrolló a partir del cambio de los antiguos privilegios hacia un sistema más moderno unas décadas más tarde, al son de los avances de la economía industrial en el continente, unos pasos detrás de la vanguardia inglesa. Con los decretos franceses de 1777 se introdujo un privilegio al autor por el solo hecho de su creación, el cual era exclusivo y perpetuo. La normativa española de esa época tenía un carácter similar. Ambas vertientes coincidían en la idea de que “el autor era el propietario de su obra”, pero fue hasta 1789 con la abolición de todos los privilegios que se dio reconocimiento total al derecho del autor sobre su obra. Se argumentaba ya una relación de propiedad entre el autor y su obra. Roger Chartier sostiene que este concepto de autor-propietario surge no a iniciativa de los autores, sino de los libreros-editores como una manera de defender sus privilegios, y esto tanto en el sistema francés, como también en el sistema inglés, con la idea de que “si el autor se hace propietario, el librero, al recibir la cesión del manuscrito, también lo es a su tiempo” (Chartier, 2018: 44).
Con la expansión del mundo digital hacia fines del siglo XX, han surgido iniciativas que buscan introducir estándares adicionales a la normativa en derechos de autor, pero más abiertos, respecto al uso de las obras que circulan en Internet; estándares que no restrinjan, sino que al contrario amplíen las posibilidades de reutilización.
De cualquier modo, proteger el autor implicaba reconocer su derecho a admitir las obras como el producto de un trabajo y que por tanto la retribución a ese trabajo era legítima (Chartier, 2018: 45). En consecuencia, en principio se dio preeminencia a los intereses particulares pertenecientes al autor, más que al interés general en el desarrollo de la industria o el acceso a las obras. Sin embargo, el propio Chartier hace notar que la legislación surgida de la Revolución francesa, al tiempo que reconocía el derecho del autor-propietario sobre su obra, también limitaba la duración de ese derecho, pues una vez que ésta terminaba, la obra caía en dominio público (Chartier, 2018: 46).
Con ambos modelos de propiedad intelectual conformados, hacia el siglo XIX comenzó la internacionalización del derecho de autor con el propósito de proteger a los autores más allá de las fronteras, mediante tratados bilaterales que garantizaran la reciprocidad en dicha protección. Sin embargo, estos tratados fueron mostrándose insuficientes, y más bien se desarrolló un proceso hacia la armonización de los derechos de autor en el ámbito internacional, con instituciones para ese propósito, entre fines del siglo XIX —el Convenio de Berna (1886)— y mediados del XX —Convención Universal de Derechos de Autor (1952) y Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI, en 1967)—. Esta convergencia entre ambos sistemas se manifiesta en la actual tendencia a que, por ejemplo, se vayan reconociendo los derechos morales de los autores en el sistema copyright (Miró, 2007: 138).
Con la expansión del mundo digital hacia fines del siglo XX, han surgido iniciativas que buscan introducir estándares adicionales a la normativa en derechos de autor, pero más abiertos, respecto al uso de las obras que circulan en Internet; estándares que no restrinjan, sino que al contrario amplíen las posibilidades de reutilización. Un ejemplo es el surgimiento de las licencias creative commons hacia 2001, inspiradas en las licencias GNU del mundo del software libre y el código abierto. En un contexto económico mundial predominantemente neoliberal, en dichas licencias el acento está en el acceso colectivo a las obras, más que en la protección de los derechos de los productores, ya sea autores o editores.
Las revistas científicas y la historia de los derechos de autor
A mediados del siglo XVII surgieron las revistas académicas al amparo de las sociedades científicas y progresivamente también de la mano de empresas editoriales especializadas como Elsevier. El desarrollo de la ciencia y el aumento en la producción del conocimiento científico requerían de medios de difusión más eficaces que el intercambio de correspondencia, prevaleciente en las primeras décadas del siglo XVII. Las revistas fueron evolucionando a lo largo de las décadas, al pasar de ofrecer solamente resúmenes de libros científicos, a consignar los nuevos descubrimientos directamente. Pero en general, en los siglos XVII y XVIII, estas publicaciones sirvieron básicamente para registrar las presentaciones de las reuniones de las sociedades científicas o para reimprimir artículos valiosos previamente publicados en otras latitudes; los libros o monografías seguían siendo el vehículo predilecto para difundir el conocimiento científico (Baldwin, 2015: 11).
En el curso del siglo XIX fue tomando forma la revista científica como la conocemos y empezó a perfilarse como una de las instituciones principales para la representación, certificación y registro del conocimiento científico (Baldwin, 2015: 12). Hacia mediados de esa centuria comenzó a generalizarse la costumbre de citar en los artículos aquellos “trabajos que habían servido de referencia para la investigación que se estaba publicando. La necesidad que tuvieron los científicos de instaurar y mantener la propiedad intelectual de sus aportaciones fue la principal razón que impulsó esta modalidad, pues el descubrimiento múltiple (descubrimiento por dos o más personas que trabajan independientemente) y en consecuencia, la disputa por la prioridad, era frecuente” (Mendoza y Paravic, 2006).
El desarrollo de estas publicaciones, al menos desde el siglo XVIII en el sistema de copyright, se dio en el marco de un modelo de negocios basado en la transferencia o garantía de derechos exclusivos por parte de los autores a las editoriales, conforme lo estipulado por el Estatuto de 1710. Más adelante, la protección a los derechos de editoriales y autores del ámbito científico quedó establecida en la legislación internacional sobre derechos de autor, específicamente en el artículo 2 del Convenio de Berna. El marco legal por mucho tiempo se correspondió con las posibilidades tecnológicas y un modelo de negocios que generó beneficios e incentivos al mercado de las publicaciones científicas (Peukert y Sonnenberg; 2017: 199 y 218).
Hoy, con nuestra propia revolución tecnológica comparable en la magnitud de sus alcances a la de la imprenta, encontramos que las posibilidades a través de internet acentúan el conflicto entre los intereses colectivos y los de los titulares de los derechos de propiedad intelectual: se ponen en peligro los incentivos económicos, se puede vulnerar al autor y al editor, pero por otro lado también se potencian el acceso y la difusión.
Adicionalmente, ha cambiado también la dinámica editorial en el mundo científico. Entre el siglo XIX y la primera mitad del XX, las revistas eran publicadas en su mayoría por editoriales no comerciales, básicamente las propias sociedades científicas y las universidades. Pero en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, las editoriales comerciales ganaron terreno más rápidamente, pues publicaban revistas más rápido, con plazos de espera más cortos para los autores, mejor calidad y más amplia difusión (D’Antonio, 2018: 158-161).
El cambio ha sido tal, que en los últimos 40 años se ha incrementado dramáticamente la proporción de la producción científica publicada en revistas de tan sólo seis conglomerados editoriales más grandes, 5 de ellos privados, lo cual se ha agudizado en la era digital. En 1973 esas grandes editoriales controlaban apenas 20% de las publicaciones. En 1996, alcanzaron 30% y en 2013 ya absorbían a más de 50% de las indizadas en WoS (Cátedra libre, 2018: 2; Luchilo, 2019: 45-46).
Si bien “históricamente los/as editores/as desempeñaron un papel central en la difusión del conocimiento científico, en la era digital las facilidades que ofrecen los múltiples recursos con que hoy se cuenta permiten cuestionar el rol tradicional que siguen ejerciendo” (Cátedra libre, 2018: 3; en sentido similar, véase Peukert y Sonnenberg; 2017: 218). Han cumplido esa función con un esquema de derechos de autor que ha puesto énfasis en sus intereses patrimoniales. Tienen el poder económico suficiente para imponer las reglas en suscripciones, pero también para influir en la evaluación académica; con ello garantizan hasta triples pagos y la captura de los derechos de los autores. Además, “el control de calidad de lo que se publica no es un valor añadido centralmente por los/as editores/as, sino por la propia comunidad científica que lo hace gratuitamente” (Cátedra libre, 2018: 3).
Así, como hace notar Luchilo (2019: 43-44), parte de la clave del éxito y el gran margen de beneficios de los grandes conglomerados editoriales oligopólicos está en que utilizan el trabajo gratuito de autores y dictaminadores, atan la propiedad intelectual de los trabajadores académicos mediante cesiones de derechos exclusivas y luego venden los productos editoriales a las instituciones educativas y de investigación a precios elevados.
Esto se da en un contexto de políticas neoliberales que han perfilado una tendencia hacia la precarización del trabajo académico (Pérez y Nairdof: 2015; Olaskoaga-Larrauri et al.: 2015; Darder y Griffiths: 2016; Buendía y otros, 2017; Allmer: 2018), al tiempo que han surgido programas de evaluación académica con incentivos a la productividad cada vez más centrados en el número de trabajos publicados, en especial artículos científicos en revistas indizadas en Web of Science o en Scopus (Barsky: 2014).
1. Véanse la Declaración de Bethesda (2003), la postura de SciELO (2015) o los diez principios del Plan S (s/fb).
REFERENCIAS
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Barsky, O. (2014), La evaluación de la calidad académica en debate. Los rankings internacionales de las universidades y el rol de las revistas científicas, Buenos Aires, Teseo, https://www.uai.edu.ar/media/109527/la-evaluaci%C3%B3n-de-la-calidad-acad%C3%A9mica-en-debate.pdf (consulta: 8 de abril de 2019).
Buendía, A., García S., Grediaga, R., Landesman, M., Rodríguez-Gómez, R., Rondero, N., Rueda, M., & Vera, H. (2017). Queríamos evaluar y terminamos contando: alternativas para la evaluación del trabajo académico. Sociológica, 32(92), 309-326. http://www.sociologicamexico.azc.uam.mx/index.php/Sociologica/article/view/1462/1214 (consulta: 18 de julio de 2018).
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Darder, A., & Tom, G. (2016). Labour in the Academic Borderlands: Unveiling the Tyranny of Neoliberal Policies. Workplace. A Journal for Academic Labour, (28), 115-119, http://ices.library.ubc.ca/index.php/workplace/article/view/186215 (consulta: 18 de julio de 2018).
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